Las ballenas jorobadas pasan los meses de invierno en aguas tropicales cálidas para reproducirse antes de volver a las aguas antárticas meridionales durante el verano para alimentarse.
Ballenas jorobadas y ballenas francas australes han revelado, a través de sus barbas, cómo estos grandes mamíferos acuáticos se adaptan a los cambios ambientales a lo largo del tiempo.
Las barbas de las ballenas, es decir, las estructuras con forma de cerdas de las que se alimentan las ballenas sin dientes como la jorobada y la franca austral, guardan un registro químico de sus patrones de alimentación, que puede ayudar a los investigadores a entender los cambios en los movimientos y comportamientos de las ballenas a lo largo del tiempo.
Investigadores de la Universidad de Nueva Gales del Sur (UNSW) han demostrado ahora cómo los cambios en los hábitos alimentarios de las ballenas que se remontan a casi 60 años atrás se corresponden con los cambios en los ciclos climáticos. La investigación, publicada en ‘Frontiers in Marine Science’, demuestra que es posible relacionar los patrones de alimentación con las condiciones climáticas a través de las barbas de las ballenas, lo que podría ayudar a entender cómo estos grandes mamíferos acuáticos pueden reaccionar a los eventos climáticos en el futuro.
«Lo increíble es que toda esta información sobre los patrones dietéticos y espaciales se ha desvelado sólo con el análisis de las placas de sus bocas», afirma Adelaide Dedden, autora principal del estudio y candidata al doctorado en Ciencias de la UNSW.
En el estudio, los investigadores compararon la información almacenada en las barbas de las ballenas jorobadas y francas del Pacífico y el Índico con datos ambientales para ver si sus comportamientos reflejaban los cambios en las condiciones climáticas a lo largo del tiempo.
«Descubrimos que las mismas condiciones -los fenómenos de La Niña- que nos traen estas devastadoras inundaciones tampoco son buenas para las ballenas jorobadas que migran a lo largo de la costa oriental de Australia», explica la profesora de la UNSW Tracey Rogers, ecóloga marina y autora principal del estudio.